La Santa Cruz - ¡Vale la Pena!
La Santa Cruz - ¡Vale la Pena!
Por: Patricia Villegas de Jorge
En los tiempos de Nuestro Señor Jesucristo, la Cruz era el símbolo de la ignominia, de la muerte reservada a los peores criminales. En nuestros tiempos, tal como lo explica Edith Stein, “la Cruz es el símbolo de todo lo difícil y pesado, y que resulta tan opuesto a la naturaleza que, cuando uno toma esta carga sobre sí, tiene la sensación de caminar hacia la muerte.” Sin embargo, en el ejercicio insondable de su infinita misericordia, Dios Nuestro Señor convirtió la Cruz en fuente de sabiduría y de gracia, en vida y vida abundante, en instrumento de santificación y medio de salvación. De ella hizo brotar la redención de cada uno de nosotros transformándola en alegría en medio de los sufrimientos, en hiel que nos da la miel de la vida, en camino estrecho que culmina en el paraíso, en reflejo de amor perfecto. Oh! santa Cruz que acrisola el alma con el más dulce de los sufrimientos para que brille como el oro más puro. Oh! santa Cruz donde se encierran todos los misterios del Señor.
Con la pasión y muerte de Nuestro señor, el Padre da plenitud a la Cruz, abriendo las puertas del paraíso e invitándonos a ser partícipes de su morada por medio de Cristo Jesús, quien nos enseña que El es el “Camino, la Verdad y la Vida” (Jn. 14,5). Por lo tanto, solo los más sabios han sabido entender este mensaje y ponerlo en práctica. Solo los santos han podido tomar la Cruz, seguir en pos del Señor y ser dignos de El.
Y es justamente de la vida de esos santos y eruditos que aprendemos que el camino de la Cruz, como camino de perfección, está adornado de espinas, flagelaciones, sufrimientos y dolor. En él, el cáliz rebosa de amor pues, es de saber que, para reinar con Cristo hay que imitar su pasión “porque las cosas de mucho valor no se consiguen más que a un precio muy alto”, dice San Juan Crisóstomo y a precio de sangre. Pero a la vez, ese camino está iluminado por las virtudes teologales, y para iniciarnos en él es necesario tener fe en la esperanza del gozo de los bienes celestiales y caridad para poder levantarse en cada caída del vía crucis y continuar el trayecto. La trayectoria de la Cruz no es tarea fácil.
Adentrados en la vía dolorosa que lleva a la vida, debemos fijar la mirada en el madero del amor y ahí encontraremos el Camino que nos prepara la vía purgativa, la Verdad que conduce a la vía iluminativa y la Vida que culmina en la vía unitiva de la plenitud del Señor. Solo así y por medio del auxilio de la gracia podemos descubrir los misterios que encierra la santa Cruz; en ella podemos ser testigos fiel de cada crimen y pecado que hemos cometido a título individual y también los de la humanidad y a la vez podemos percibir la misericordia infinita de Dios que “se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de Cruz .”(Fil 2,7-8). Entonces, una vez hecho conciencia del camino de la Cruz lo retomamos con paciencia y propósito de enmienda, sabiendo que los brazos crucificados están abiertos esperando que lleguemos a El para fundirse con nosotros en un abrazo eterno.
De esta manera, al recorrer por el sendero de la Cruz, también podemos percibir la responsabilidad que implica el saberse hijos de Dios y herederos de la gloria quedando obligados en el amor a ganar el combate de la Cruz para gloriarnos en ella, no olvidándonos que “Vitam est militia super terra”, la vida es una lucha sobre la tierra. Cuando nos decidimos por la Cruz, hemos dado el paso para vencer a la muerte habiendo optado por la vida, sabiendo que el camino se transforma en certeza del nacimiento de un hombre nuevo, que va en pos del Señor, seguro de que vencerá y que ha de convertirse en ”Alter Christus”, en otro Cristo. En la experiencia de la Cruz podemos ver la humanidad sufriente del Salvador, su semejanza con nosotros, menos en el pecado y a la vez la grandeza de su divinidad de hacer la voluntad del Padre para que ella se convierta en instrumento de santificación y de redención.
En la santa Cruz queda reflejada el deseo de Dios Nuestro Señor de que le imitemos en todo, al punto de asumir la corona de espinas cuando nos neguemos a nosotros mismos y dejarnos traspasar el costado con la lanza cuando optemos por la vida eterna abandonándolo todo para seguir las huellas del Buen Pastor.
En el avance a la Cruz , nos damos cuenta de que tenemos sed como Nuestro Señor, sed de almas que nos acompañen en el trayecto del amor, sabiendo que bien vale la pena cargar con su peso, pues es más grande la recompensa que el padecimiento hasta llegar a ella.
En ese camino descubrimos que no estamos solos, que Jesús ha querido quedarse con nosotros en el viático por excelencia, la Santa Eucaristía, alimentándonos con el pan de los ángeles, por medio del cual nos anima a compartir su dolor y a gozarnos en la plenitud cuando unamos nuestros cuerpos resucitados con el suyo. Entonces, el Dios hecho Hombre actúa muchas veces como el Cirineo haciéndonos la carga ligera, o como la Verónica, enjugando las lágrimas causadas por el peso de los pecados, o talvez como María Santísima, intercambiando una mirada de amor con nosotros sus hijos amadísimos. En ese camino, tal como lo señala Joseph Ratzinger , “la muerte sale al encuentro en el arrojo del amor, que se abandona a sí mismo y se entrega al otro; la muerte se hace encontradiza en la renuncia a la ventaja propia en favor de la verdad y la justicia.”
Pero si por causa de nuestros egoísmos desviamos la mirada de la Cruz, entonces renegamos la gracia del bautismo y reafirmamos con el Señor que realmente su prédica era palabra de vida eterna cuando nos decía “cuán angosta es la puerta y estrecho el camino que guía a la vida y pocos son los que le hallan” (Mt. 7,14). Al apartarnos de la Cruz y no considerarla la vía segura para la optar por la felicidad verdadera, no correspondemos al amor del Crucificado y entonces nuestras aspiraciones apuntan la mirada a los placeres y bienes temporales y no a los gustos y bienes celestiales. De ahí que, el caminar se torna oscuro y la palabra del Señor no se convierte en luz para nuestros pasos, haciéndonos esclavos de lo pasajero, de lo banal, convirtiéndose nuestras almas en tierra estéril, donde no se recogen frutos de eternidad.
Cuando huimos de ella nos adentramos en el abismo de la muerte, la muerte sin esperanza en la vida eterna, el camino de las tinieblas. Al rechazar la Cruz, olvidamos que Cristo al ser la Verdad, nos ha dado la libertad de ir en pos de El y nos ha prometido la vida, el gozo de los tesoros del cielo, de la comunión de los santos, del ser parte del coro de los ángeles.
Al apartarnos de la Cruz desconocemos la Omnipotencia del creador pretendiendo obviar nuestras miserias, olvidándonos de que “Todo lo puedo en Aquél que me conforta” (Fil 4,13). Al desviarnos del trayecto de la Cruz, renegamos las palabras del Apóstol cuando decía “….y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí.”(Gal 2,19-20). Entonces el llamado a la santidad que nos hace Nuestro Señor de ”ser perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”(Mt 5, 43-48) pierde sentido y caemos en la mentira.
Por ende, podemos concluir con el santo padre Benedicto XVI que “si el misterio de la vida es idéntico con el misterio del amor, entonces se encuentra unido también a un acontecimiento de muerte”, por lo que vale la pena morir en la Cruz para vivir en la gloria de Dios.
Por: Patricia Villegas de Jorge
En los tiempos de Nuestro Señor Jesucristo, la Cruz era el símbolo de la ignominia, de la muerte reservada a los peores criminales. En nuestros tiempos, tal como lo explica Edith Stein, “la Cruz es el símbolo de todo lo difícil y pesado, y que resulta tan opuesto a la naturaleza que, cuando uno toma esta carga sobre sí, tiene la sensación de caminar hacia la muerte.” Sin embargo, en el ejercicio insondable de su infinita misericordia, Dios Nuestro Señor convirtió la Cruz en fuente de sabiduría y de gracia, en vida y vida abundante, en instrumento de santificación y medio de salvación. De ella hizo brotar la redención de cada uno de nosotros transformándola en alegría en medio de los sufrimientos, en hiel que nos da la miel de la vida, en camino estrecho que culmina en el paraíso, en reflejo de amor perfecto. Oh! santa Cruz que acrisola el alma con el más dulce de los sufrimientos para que brille como el oro más puro. Oh! santa Cruz donde se encierran todos los misterios del Señor.
Con la pasión y muerte de Nuestro señor, el Padre da plenitud a la Cruz, abriendo las puertas del paraíso e invitándonos a ser partícipes de su morada por medio de Cristo Jesús, quien nos enseña que El es el “Camino, la Verdad y la Vida” (Jn. 14,5). Por lo tanto, solo los más sabios han sabido entender este mensaje y ponerlo en práctica. Solo los santos han podido tomar la Cruz, seguir en pos del Señor y ser dignos de El.
Y es justamente de la vida de esos santos y eruditos que aprendemos que el camino de la Cruz, como camino de perfección, está adornado de espinas, flagelaciones, sufrimientos y dolor. En él, el cáliz rebosa de amor pues, es de saber que, para reinar con Cristo hay que imitar su pasión “porque las cosas de mucho valor no se consiguen más que a un precio muy alto”, dice San Juan Crisóstomo y a precio de sangre. Pero a la vez, ese camino está iluminado por las virtudes teologales, y para iniciarnos en él es necesario tener fe en la esperanza del gozo de los bienes celestiales y caridad para poder levantarse en cada caída del vía crucis y continuar el trayecto. La trayectoria de la Cruz no es tarea fácil.
Adentrados en la vía dolorosa que lleva a la vida, debemos fijar la mirada en el madero del amor y ahí encontraremos el Camino que nos prepara la vía purgativa, la Verdad que conduce a la vía iluminativa y la Vida que culmina en la vía unitiva de la plenitud del Señor. Solo así y por medio del auxilio de la gracia podemos descubrir los misterios que encierra la santa Cruz; en ella podemos ser testigos fiel de cada crimen y pecado que hemos cometido a título individual y también los de la humanidad y a la vez podemos percibir la misericordia infinita de Dios que “se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de Cruz .”(Fil 2,7-8). Entonces, una vez hecho conciencia del camino de la Cruz lo retomamos con paciencia y propósito de enmienda, sabiendo que los brazos crucificados están abiertos esperando que lleguemos a El para fundirse con nosotros en un abrazo eterno.
De esta manera, al recorrer por el sendero de la Cruz, también podemos percibir la responsabilidad que implica el saberse hijos de Dios y herederos de la gloria quedando obligados en el amor a ganar el combate de la Cruz para gloriarnos en ella, no olvidándonos que “Vitam est militia super terra”, la vida es una lucha sobre la tierra. Cuando nos decidimos por la Cruz, hemos dado el paso para vencer a la muerte habiendo optado por la vida, sabiendo que el camino se transforma en certeza del nacimiento de un hombre nuevo, que va en pos del Señor, seguro de que vencerá y que ha de convertirse en ”Alter Christus”, en otro Cristo. En la experiencia de la Cruz podemos ver la humanidad sufriente del Salvador, su semejanza con nosotros, menos en el pecado y a la vez la grandeza de su divinidad de hacer la voluntad del Padre para que ella se convierta en instrumento de santificación y de redención.
En la santa Cruz queda reflejada el deseo de Dios Nuestro Señor de que le imitemos en todo, al punto de asumir la corona de espinas cuando nos neguemos a nosotros mismos y dejarnos traspasar el costado con la lanza cuando optemos por la vida eterna abandonándolo todo para seguir las huellas del Buen Pastor.
En el avance a la Cruz , nos damos cuenta de que tenemos sed como Nuestro Señor, sed de almas que nos acompañen en el trayecto del amor, sabiendo que bien vale la pena cargar con su peso, pues es más grande la recompensa que el padecimiento hasta llegar a ella.
En ese camino descubrimos que no estamos solos, que Jesús ha querido quedarse con nosotros en el viático por excelencia, la Santa Eucaristía, alimentándonos con el pan de los ángeles, por medio del cual nos anima a compartir su dolor y a gozarnos en la plenitud cuando unamos nuestros cuerpos resucitados con el suyo. Entonces, el Dios hecho Hombre actúa muchas veces como el Cirineo haciéndonos la carga ligera, o como la Verónica, enjugando las lágrimas causadas por el peso de los pecados, o talvez como María Santísima, intercambiando una mirada de amor con nosotros sus hijos amadísimos. En ese camino, tal como lo señala Joseph Ratzinger , “la muerte sale al encuentro en el arrojo del amor, que se abandona a sí mismo y se entrega al otro; la muerte se hace encontradiza en la renuncia a la ventaja propia en favor de la verdad y la justicia.”
Pero si por causa de nuestros egoísmos desviamos la mirada de la Cruz, entonces renegamos la gracia del bautismo y reafirmamos con el Señor que realmente su prédica era palabra de vida eterna cuando nos decía “cuán angosta es la puerta y estrecho el camino que guía a la vida y pocos son los que le hallan” (Mt. 7,14). Al apartarnos de la Cruz y no considerarla la vía segura para la optar por la felicidad verdadera, no correspondemos al amor del Crucificado y entonces nuestras aspiraciones apuntan la mirada a los placeres y bienes temporales y no a los gustos y bienes celestiales. De ahí que, el caminar se torna oscuro y la palabra del Señor no se convierte en luz para nuestros pasos, haciéndonos esclavos de lo pasajero, de lo banal, convirtiéndose nuestras almas en tierra estéril, donde no se recogen frutos de eternidad.
Cuando huimos de ella nos adentramos en el abismo de la muerte, la muerte sin esperanza en la vida eterna, el camino de las tinieblas. Al rechazar la Cruz, olvidamos que Cristo al ser la Verdad, nos ha dado la libertad de ir en pos de El y nos ha prometido la vida, el gozo de los tesoros del cielo, de la comunión de los santos, del ser parte del coro de los ángeles.
Al apartarnos de la Cruz desconocemos la Omnipotencia del creador pretendiendo obviar nuestras miserias, olvidándonos de que “Todo lo puedo en Aquél que me conforta” (Fil 4,13). Al desviarnos del trayecto de la Cruz, renegamos las palabras del Apóstol cuando decía “….y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí.”(Gal 2,19-20). Entonces el llamado a la santidad que nos hace Nuestro Señor de ”ser perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”(Mt 5, 43-48) pierde sentido y caemos en la mentira.
Por ende, podemos concluir con el santo padre Benedicto XVI que “si el misterio de la vida es idéntico con el misterio del amor, entonces se encuentra unido también a un acontecimiento de muerte”, por lo que vale la pena morir en la Cruz para vivir en la gloria de Dios.
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